miércoles, 23 de abril de 2014

Los niños, usuarios de la ciudad

Las ciudades no están adaptadas a los niños. Es como si ellos no formaran parte o solo lo hicieran como una inevitable molestia: un pequeño adulto imperfecto en proceso. Mientras crecen, los niños están a cargo de adultos responsables que deben limitarles en cualquier tipo de manifestación, velando de que sus pequeños “no molesten”.  En muy pocos espacios y actividades se integra a los niños que parece que solo pueden participar en lugares específicamente diseñados para ellos y aún entonces, en muchos casos, se desatiende con evidente desconocimiento sus necesidades y su naturaleza necesariamente diferente a la nuestra, los adultos. 
Atendiendo a la diversidad, se han desarrollado normativas locales y nacionales que regulan por ejemplo la accesibilidad.  Todavía queda mucho por hacer y circular en una silla de ruedas sigue siendo difícil, pero se han realizado notables esfuerzos económicos y de diseño ante la obligatoriedad de que los espacios estén adaptados a todo tipo de usuarios. No se habla de adaptar los espacios (no solo físicamente) a los niños, de formarles como ciudadanos responsables y participativos. Parecería que ellos debiesen limitar su experiencia a lugares acotados como colegios, ludotecas, parques infantiles y peloteros.

Los niños siguen en manifiesto abandono y los adultos limitan radicalmente los lugares que frecuentan cuando adquieren su nuevo estatus de “padres”.  Mi hijo es casi siempre el único niño de lugares de notable interés para el aprendizaje y la cultura de un niño, como pueden ser los pequeños bares con conciertos. Tiene la suerte de escuchar todo tipo de estilos en minúsculas salas que le permiten una interacción familiar tanto con músicos, como con el público. Su inquietud y naturalidad es bien recibida en espacios que se caracterizan por el “buen rollo” de sus parroquianos.


En otros espacios, sin embargo más frecuentados, existe una tolerancia casi nula hacia los más pequeños. Como ejemplo reciente, hace un par de días bajamos a dar un paseo frente al mar y mientras yo me sentaba en un banco, mi hijo escaló un árbol perfectamente dispuesto para dicha actividad. No era una actividad molesta y ni el niño ni el árbol peligraban. Desde su interacción para mí es muy importante enseñarle a respetar el entorno y la naturaleza. Desde la experiencia, no desde la prohibición. Sin embargo unos paseantes se sintieron con la legitimidad de increparme a gritos.  Pareciera entonces que tuviéramos que bajar la cabeza y evitar que el niño continuase con su actividad, bajo la mirada de dudoso valor moral de esos viandantes malhumorados. Esta no es una escena aislada y yo he decidido rebelarme abiertamente frente a estos "comandos anti-niños”, enseñándole a mi hijo que él tiene todo el derecho siempre que respete el entorno, a vivir y re-crearse en una ciudad, que suficientemente olvidados tiene ya las necesidades de sus habitantes más menudos.   



(interviniendo en la ciudad en un taller de Serendipia)